viernes, 20 de enero de 2012

Lágrimas y santos (primera parte)

Reproduzco hoy la primera parte de un texto estremecedor escrito tras los sucesos del domingo (la manifestación, en principio pacífica, se dividió y una de las facciones se vio envuelta en una batalla contra los antidisturbios). La segunda parte del texto espero publicarla lo antes posible. Este texto va de la mano con esta grabación -siempre del domingo por la noche- realizada por Mugur Grosu.





Lágrimas y santos
de Silviu Dancu

Y salí a la calle y en la boca de metro, en la Plaza Unirii, te envolvía ya una extraña tensión, que flotaba en el aire y se prendía de la luz de las farolas y de los ojos de la gente, y esa tirantez era así, como el gruñido sordo de un perro que siente que tu pie está demasiado cerca, y pasé junto a Hanul lui Manuc, y en la plaza de detrás vi los coches de la Policía local, eran tres, aparcados silenciosos, acechantes, junto a un edificio en renovación, y no lejos de ellos estaba la huella, recientemente reconstituida, de la antigua basílica de San Antón de la Cárcel, derruida durante el comunismo, y seguí por la calle Şepcari, y por ahí antes había, y puede que siga, un local que se llama Lágrimas y santos, y sí, pensé yo, por la calle había lágrimas, y, por supuesto, también santos, y esto, claro, en ambas partes, tanto en la parte de las bufandas subidas hasta la nariz como en la parte de los relucientes cascos, y salí al bulevar Bratianu y, de repente, muy de repente e inmediatamente, inesperado como un trueno sin algún relámpago que lo anuncie, oí la voz de la multitud, y sentí su fragor, y aquel escalofrío lleno de excitación, y vi torrentes de personas que corrían hacia mí, y me sentí de repente, muy de repente, sobrecogido por la necesidad de correr yo también con ellos, y esto cuando apenas acababa de llegar, y era una necesidad imperiosa, como un grito, y era como si su carrera fuera también la mía, como si a través de su carrera corriera yo también, como si corrieran todos por mis venas, y no corrí, y me pegué a una pared, corriendo sin moverme, y me quedé allí inmovilizado por la curiosidad de ver, ¿pero ver qué? Y vi gendarmes, con cascos, con escudos y rodilleras, y parecían un muro negro que se extendía sobre hombres de colores. Y se pararon algo más allá, sin alcanzar a los que corrían, y sin siquiera intentarlo, y se retiraron en orden e inmediatamente fueron perseguidos por aquellos que corrieran primero, y que ahora silbaban, abucheaban y arrojaban piedras cúbicas arrancadas del pavimento de las viejas calles recién arregladas, y de repente lo sentí mucho, porque me gustaba que, por fin, las hubieran arreglado, y también reconocí que, aún así, no habían tomado muchas piedras del pavimento y que no era nada que no se pudiera reparar en unas horas de trabajo, y me asombraba de lo que se me estaba pasando por la cabeza, y pensaba que era como la chica aquella que, cuando hacía el amor, intentaba sin ser vista alisar la sábana, sin que la observara su amado que, en ese preciso momento, la tenía entre los culpables pliegues, y sabía esto por ella, y me dije que soy un idiota, que por qué narices pienso en estas cosas, y qué tienen que ver el sexo y el amor con la calle y las piedras, y pensé que puede que tengan que ver y que, quién sabe, puede que hubiéramos ido a parar entre los pliegues de un amor pasional, violento, y seguí adelante hacia Lipscani, y entonces los gendarmes atacaron de nuevo, y esta vez entraron también en la acera, y vi a un gendarme corriendo tras un joven que había tirado piedras, y el gendarme era fuerte y alto, tenía escudo y casco y porra y armadura negra, y el joven era flaco y sus ropas eran bastante ligeras y vi cómo golpeaban al chico con la porra de caucho, y estaba a escasos cinco metros de mí, y le vi desplomarse, y vi cómo la porra caía rápidamente sobre él, pesada, con movimientos nada dubitativos, entrenados en meses o años de ejercicios, evitando las zonas vitales, pero provocando dolores máximos, una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, y esto extremadamente rápido, y creí que el chico no se iba a volver a levantar, y que yo, por ejemplo, no me habría levantado y, sorprendentemente, se levantó y, sorprendentemente, hablaba, y, sorprendentemente, seguía protestando, y vi que para esto tenía que levantar la vista hacia la altura del casco y vi cómo se levantaba, a la vez que la mirada, el enorme pie del gendarme, y ahora estaban ellos dos, la mirada del chico y el pie del hombre, en una sincronización de un momento, que hubiera podido ser hasta hermosa, y hete aquí que la gente bailaba, y vi cómo el pie golpeaba poderoso el cuerpo del joven, y vi que, aún así, no le había golpeado en la cara levantada hacia el plástico duro que cubría el rostro del gendarme y en el que se reflejaba el rostro del joven, y pensaba que, qué cosas, al joven le golpeaba el pie de alguien que le torcía la cara, y de hecho ni siquiera pensaba en eso entonces, cómo narices pensar, tampoco podía, estaba completamente petrificado, el cuerpo, la mirada y los pensamientos, y el corazón me latía a lo loco, y hasta ahora no me había parado a pensar en todo esto, pero sé que, aún así, me preguntaba por qué, por qué no le había golpeado en la cara, y me alegraba de que no lo hubiera hecho, y que esperaba a que llegara mi turno de levantar la mirada, y también ahora me paro a pensar en que era una especie de baile raro, y que tampoco tendría que temer que me fueran a barrer con la mirada, y esto simplemente porque tampoco yo barría con la mirada, y esto tan solo porque estaba allí, callado, y sin ninguna piedra en la mano, a tan solo cinco metros, y esto porque no podía correr sin quedarme, ni quedarme sin correr, y a un paso de mí había alguien que grababa, y esto contó, parece, dejé de bailar. Y veía la multitud empujada hacia la Plaza Unirii, la multitud de la que acababa de formar parte, y veía las piedras y las botellas volando hacia los gendarme y, por lo tanto, también hacia mí, y me decía que, qué raro, yo no estoy de parte de nadie y que, al mismo tiempo, estoy de ambas partes, y que esto no es normal, ¿no es así?, pero también en que, llegado el caso, ¿por qué no ha de ser normal? Y vi a la policía local haciendo un cordón a la entrada de Lipscani, y te dejaban entrar por la calle, y no de dejaban volver al bulevar, y llegó un momento de calma, y la utilicé mirando, de camino, la basílica de San Jorge el Nuevo y el tranvía que volvía hacia la Avenida Mosilor, como si no pasara nada, dejando a unos hombres y cogiendo a otros, y pensé en mi amigo que es cura allí, es decir, en la basílica, no en el tranvía, y me pasó por la cabeza que aquel tranvía, el 21, está así, atrapado entre una especie de eterno Viernes Santo, rodeando la basílica de San Jorge el Nuevo, día tras día, como una especie de Misa de Difuntos para la antigua basílica de San Viernes, demolida hace 25 años. Un extraño tranvía, que nunca llega a la Resurrección. Y empecé a llorar, y no solo yo, sino también los demás, todos, con y sin piedras, los que silabeaban y los que callaban, y todos llorábamos, y todos insultábamos, y todos escupíamos, y había un humo picante que nos entraba en los ojos, en la nariz, en la boca, quemándonos los labios y las gargantas, y, sí, eran lágrimas verdaderas, y, sí, eran santos verdaderos, eran los santos jorge, y los santos viernes, y los santos sábado y domingo, y nos cubrimos las caras con las bufandas y, de repente, como si fuera un milagro, nos parecimos todos entre nosotros, con y sin piedras, los que silabeaban y los que callaban, y todos reducidos a rostros de ojos acuosos y enrojecidos, y solamente los gendarmes no lloraban, y entonces supe de parte de quién estaba. Y no me fui. Y partí en dirección opuesta, hacia la Plaza de la Universidad, a hurtadillas junto a los muros, entre el humo y los retumbos y los gritos, como perros callejeros bajo la mirada de los laceros, y vi con sorpresa, pero también con alegría, que las tiendas, los restaurantes y los bares seguían abiertos, como si no pasara nada, y vi a la gente comiendo y bebiendo, y mirando hacia nosotros, los de la calle, a través de las pantallas de los escaparates, y sí, pensaba que así estaba bien, que así tiene que ser, que la ciudad no se tiene que cerrar nunca de cara a ninguna revolución, y que sus luces tienen que estar encendidas, y que sus cervezas tienen que lavar de humo nuestras gargantas, y que siempre tiene que haber mesas disponibles, libres, a las que se puedan sentar tanto las bufandas como los cascos, los unos junto a los otros, al final de la revolución o, por lo menos, en estas pausas. Y la música de los locales se mezclaba con el retumbo de los petardos, y con el rumor como de serpiente de los fumígenos y lacrimógenos que habían lanzado, y a veces era extrañamente hermoso, pues explotaban en miles de chispas, y hasta la multitud reía bajo las bufandas y aclamaba, unos decían que ¡hey, ya pasó la nochevieja!, y alguien se acordó de que era el cumpleaños de Eminescu, y yo intentaba no perderme de mi amigo que grababa y de su mujer, siempre delante de nosotros, decidida, pequeñita y fuerte en sus pantalones de camuflaje y con la funda de la cámara de vídeo al hombro, gruñendo porque nos movíamos demasiado despacio y porque nos daba demasiado miedo, y que parece que ha salido a la revolución con mamá y papá, y así era, nosotros, o sea él y yo, éramos más precavidos, y él tenía cuidado de la cámara de vídeo, y de su audaz mujer, y además tenía que grabar y, además, puede que precisamente por la testosterona, nosotros, o sea, él y yo, perros con las esquinas más aburridas, sabíamos lo que dolían los mordiscos de los perros callejeros, y lo sabíamos como lo sabe el perrazo que, con el tiempo, ha entendido lo inútil que es intentar morder la rueda de un coche en movimiento, y mira tú que así no resentíamos demasiado la vergüenza de que nos excediera su paso casi felino. Y pisamos la palabra LIBERTAD, escrita en negro, sobre el asfalto, por un joven, y el olor del aerosol era distinto al de los gases lacrimógenos y del humo de petardos, y del de los puestos y bancos quemados. Y estábamos, hombro con hombro, ultras e intelectuales, estudiantes y parados, asalariados y jóvenes, y hombres pasados de la segunda edad, y chicos y chicas, y casados y solteros, y gente que gritaba y gente que grababa o hacía fotos, y gente que hablaba mal y gente que hablaba con calma o callaba o simplemente miraba, y vi dos franceses, y ella estaba bien vestida y tenía una piedra en la mano. Y estaba también aquel viejo de la acera, que siempre está en el mismo lugar, de camino a San Jorge el Nuevo, y bajo cuya mirada el flujo y el reflujo tumultuoso y enloquecedor de las calles se mecía como por los labios de una playa solamente suya, e irritaba a todos los que grababan deseando que le hicieran una entrevista, solamente para después pedir dinero para una cerveza, y que decía, formal y correcto, su nombre y apellido, teniendo siempre la misma opinión. Y era la misma opinión que, sentado en la acera, como de casualidad, inmune a cualquier tipo de gas, bramaba profético y santo, y ronco y sin cólera, a los jóvenes ultras, hooligans, vagos o como se les haya llamado y se les sigue llamando, y puede que sean, quién sabe, todos teníamos bufandas, que arrancaban las vallas del centro del bulevar para construir barricadas: “¡Sois unos idiotas, síííí, no tiene que caer Băsescu, sino el sistema! ¡Que si cae Băsescu, viene Blaga! ¡Y además estropeáis la calle, tontos del culo!” Y nadie se metía con él. Y pensaba en cómo sonaba esto, ¡que viene Blaga, en el cumpleaños de Eminescu! Y lloré mucho y muchas veces esa noche, y nos precipitamos siempre hacia las callejuelas, o más bien hacia las escaleras de los edificios, y todos los portales tenían interfono, y solo unos pocos no tenían, y en uno de ellos entró un hombre a vomitar, y me pareció extraño, pues había allí una consulta de un dentista, y en otro portal el vigilante nos abrió la puerta, pulsando el botón, y nos trató muy bien, y nos miraba con cariño, y a mí de alguna forma me dio vergüenza, y no entendía por qué me miraba así, ya que no gritaba y no tiraba piedras, y no me apetecía hacerlo, y me preguntaba todo el rato, de hecho, qué hacía yo allí, con el corazón retumbando y la nariz, ojos y labios quemados, y por qué habría de contar el simple hecho de estar allí, precisamente allí, en ese portal, con unos desconocidos y la mujer de mi amigo, del que nos habíamos perdido ya, y si sigo sin tirar piedras y sin gritar, si tampoco quemo, y tampoco tengo uniforme, ni casco brillante. Y no se me ocurrió ninguna respuesta, y me dije que ese perro que corre desorientado, en círculos, buscando aire bajo el humo picante de los lacrimógenos, con el hocico pegado al asfalto, que tampoco él sabía por qué estaba allí, y que esto no le hacía ser menos perro de lo que era antes, cuando el aire era aire y que, aún así, él seguía buscando respirar, al contrario que esa paloma blanca, que había muerto tranquila, casi blandamente, en alguna parte, junto a la Basílica Rusa, aplastada por ese cielo que había descendido demasiado bajo el humo. Y pensaba, qué cosas, en que parece que no puedes hacer revoluciones o protestas en Bucarest sin estar junto a alguna basílica o junto a algún perro, y que esto, lo de la paloma y las basílicas tendría que tener algún sentido, y que entonces puede que el hecho de que yo estuviera allí también lo tuviera, o si no lo tenía, esto no me haría estar menos allí que los otros, como el perro con la nariz en el asfalto, y tal y como sonreí yo lo hizo también el vigilante que me miraba con cariño, aunque sabía que no me sonreía a mí, sino a aquél que creía que soy. 

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